Hola a todos,
Lo que os voy a contar es mi primera experiencia con el idioma español (ya me gustaría acordarme de mi primera experiencia con el ruso, pero ¿quién es capaz de acordarse de sí mismo a la edad de 1 o 2 años?). Si luego os animáis a compartir la vuestra, seréis bienvenidos.
"Mi primera experiencia"
Ocurrió a principios de los años dos mil, en San Petersburgo, en el museo del Hermitage.
Entonces solía entrar en el Hermitage de vez en cuando simplemente para disfrutar de la paz de sus salas y pasar una hora o dos contemplando su belleza en compañía de la música que llevaba en el discman.
Aquel día, igual que siempre, los pies me llevaron a la escalera que da acceso a las salas de los impresionistas franceses en la tercera planta. Y fue allí donde me tropecé con un grupo de turistas hispanohablantes dirigidos por su guía.
Enseguida me di cuenta de que pasaba de un cuadro a otro de una manera diferente de la normal. Mis movimientos dependían únicamente de los diálogos que oía a mi alrededor y no de los lienzos, ni de las ganas que tenía de volver a verlos. Los diálogos que se podían escuchar aquí y allí no podían dejarme indiferente. Me acercaba para oír los unos, me apartaba fingiendo mirar las pinturas para escuchar los otros.
Al oír las conversaciones decidí que los turistas no eran españoles, sino que procedían de algún país de la América del Sur. ¿En qué se pudo basar aquella conclusión? Ahora ya es imposible saberlo. Sólo sé que no debería fiarme de aquella chica que fui en el dos mil, porque ella perfectamente pudo haberse equivocado en cuanto al acento en cuestión. Ahora sí que sé diferenciar bastantes acentos distintos y casi siempre acierto si tengo que adivinar de donde procede el hispanohablante cuya voz estoy oyendo, pero entonces no tenía aún esas aptitudes. ¿Qué me habría hecho pensar que eran latinoamericanos? ¿Las “ces”? No, aún no llegaba a tanto. ¿O es que quería que lo fuesen? Cosa muy lógica, ya que en aquella época estaba enamorada de las culturas de la Sudamérica.
Fue la primera vez que tuve esa curiosa sensación, ese nerviosismo y a la vez euforia, esas ganas de decir algo en un idioma que había llegado a querer de verdad; ganas de no dejar pasar la oportunidad que de repente se me presentaba. No habría sensación parecida si se hubiera tratado de un idioma bien aprendido, de uno que me hubiera permitido estar a gusto en una situación así, pero aquel día viví unos momentos de sufrimiento por no saber qué decisión tomar: ¿me arriesgo e intento decir algo o espero a que los conocimientos del idioma se hagan más profundos?
Por supuesto que decidí arriesgarme.
En aquel grupo de turistas había una niña muy inquieta y vivaz de unos ocho años. Estaba cansada de la excursión, se aburría y ya empezaba a portarse mal. Se quejaba, se sentaba en el suelo, se echaba en las banquetas de terciopelo color frambuesa para descansar. A los padres ya los tenía hartos y no le hacían caso. En realidad nadie le hacía caso, excepto dos personas: la señora vigilante y yo.
La vigilante, una mujer bastante mayor, hacía gestos de desaprobación con la cabeza y en su cara se percibía una mueca de disgusto. Y yo miraba a la niña pensando: “Ahora le diré algo para que deje de tumbarse en las banquetas y por fin se porte como es debido”.
Entonces, cuando la niña se volvió a estirar en la banqueta, decidí no esperar más y lanzarme al mundo del idioma español. Me acerqué a ella y dije:
- No se puede estar acostada aquí.
Ésta fue la frase de la que me voy a acordar toda la vida, porque enseguida se había grabado en mi cabeza y se estuvo reproduciendo en mi cerebro en un formato non-stop el resto de aquel día. Ahora sabría decirlo de muchas maneras bastante mejores, pero entonces ésa fue la única que me era disponible.
¿Cómo reaccionó la niña? Se quedó pasmada… La sorpresa se le notó en la cara. Se incorporó rápidamente y se sentó. Y yo, al verlo, me sentí aún más animada a hablar y quise dar el segundo paso. Fingí estar cansada también, me senté al lado de la niña, como si fuera para descansar un poco, y la pregunté la hora. ¿Qué más podía decir una estudiante del idioma cuyos conocimientos aún eran de lo más pobres?
- ¿Qué hora es?
- Las dos y me.
¡Vaya! Resultó ser una niña espabilada: se dio cuenta de lo flojísimo que era mi castellano, y como, naturalmente, no le caí bien con mi comentario sobre su conducta, quiso contestar de tal forma que no la pudiera entender.
Claro que la entendí igual, pero durante todo el camino de vuelta estuve pensando que quizá en el país del que ella venía la palabra “media” hablando de las horas se reducía…
Lo dicho, si un día a alguien le apetece contar su primera experiencia con el ruso aquí, va a ser genial.
Un saludo.
La_profe.