MI ÚLTIMO VIAJE A MOSCÚ. PARTE I.

MI ÚLTIMO VIAJE A MOSCÚ. PARTE I.

Notapor La_profe » 20 Jun 2013, 20:54

Mi último viaje a Moscú. Parte I.

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Cuando visité Moscú por última vez, fue un viaje corto, de dos días. Era a mediados de junio, hace ya unos años. Salimos de Piter a las diez de la noche en el tren que se llamaba “Afanasi Nikitin” y que no estaba nada mal. Estuvimos un buen rato intentando recordar quién era ese Afanasi y al final me acordé de que era un célebre explorador ruso que recorría los mares. Era todo lo que sabía de él.

Fuimos a Moscú los cuatro: mi hermana Ksusha, su marido Borís, César y yo. Teníamos comprados cuatro billetes para el mismo “kupé”, un apartado para cuatro viajeros. Ksusha y yo cogimos las literas de arriba y Borís y César las de abajo. Cuando el tren se puso en marcha, nos tomamos unos refrescos y nos comimos unos mini croissants que habíamos comprado antes de subir al tren. Cuando ya no quedó nada para comer ni para beber, abrí un libro y César se puso a mirar por la ventana. Ksusha y Borís para entonces llevaban un buen rato sin separarse de sus móviles. Así que charlamos apenas.

No sé si dormí aquella noche. Una hora tal vez. Ksusha tampoco durmió. En el “kupé” de enfrente (que no estaba separado del nuestro por ninguna puerta) estuvo toda la noche roncando un chico. Y por la mañana, a las cinco y pico, cuando se encendieron las luces del pasillo y una voz en las altavoces nos comunicó que el tren estaba a punto de llegar a la capital, aquel chico se despertó, pidió un té y lo tomó con unos cinco sandwiches gigantescos que tenía guardados en una bolsa de plástico.

Todos nos sentíamos muy cansados, pero nos hacía ilusión estar otra vez en Moscú.
Borís llamó a su hermano que vivía en la capital, y aquél dijo que nos recogería en media hora. Entonces salimos de la estación “Leningradski” y entramos en una cafetería de al lado. Era el único sitio que no cerraba las 24 horas. Una cafetería con wi-fi. No tenían nada para desayunar, así que nos tomamos unos cafés. Sin ganas. Era una cafetería muy bonita, pero se veía que a nadie se le ocurria ir allí a desayunar. Y a las seis de la madrugada éramos los únicos clientes.

El hermano de Borís nos encontró en aquella cafetería y nos llevó en su coche a desayunar. A las seis y media todo estaba cerrado excepto los “McDonalds” que en Moscú no cierran nunca. Íbamos por las calles antiguas de la ciudad pasando unos callejones muy pintorescos, y yo me fijaba en sus nombres que me eran conocidos de algunas obras de literatura y de las canciones populares y modernas. Era un Moscú muy típico, auténtico. César se quejaba (en voz baja y en español) de que el hermano de Borís tenía una manera de conducir bastante temeraria, y yo le notaba algo nervioso. Mientras tanto de la radio salía la música pop rusa que odio. Sonaba muy alto. No me gustaban aquellas canciones, pero le añadían algo muy característico a aquel Moscú que teníamos alrededor. Era algo muy moscovita, muy ruso, muy propio de la capital.

Si un día desayunáis en un “McDonalds” de Moscú, no podréis pedir las cosas de siempre, como hamburguesas o patatas fritas. Por la mañana tienen desayunos y no venden nada más. Tuvimos que tragarnos unos bocadillos con carne y verduras y unos zumos. En cambio, el hermano de Boris, que con los años se hizo un moscovita como otro cualquiera, pidió unos blinis, y yo, mientras estaba viendo como los devoraba, me arrepentí de no haber leído bien el menú que había encima de las cajas. Los blinis eran el mejor desayuno. Y me lo perdí.

Al salir de allí nos metimos otra vez en el coche, y entonces César sufrió de verdad porque estuvimos un buen rato atravesando el centro de Moscú con un tráfico increíble y un conductor demasiado atrevido al volante.

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Llegamos a la Plaza Roja. Estaba vacía por la mañana y parecía aún más enigmática de lo que es en realidad. Hicimos muchas fotos que parecen postales. El Cremlin, el cielo azul, el sol… lo típico. Dimos un largo paseo por la plaza y sus alrededores, salimos a la calle Tverskaya, y de la Tverskaya a una calle estrecha donde había muchas cafeterías con las terrazas puestas. Tomamos unos cafés en una de aquellas terrazas, y luego el hermano de Borís fue a mirar dónde había dejado el coche mientras nosotros nos dirigimos a la Catedral de Cristo Salvador. De la Catedral nos separaba una enorme carretera con un tráfico tan horroroso que pensé que nunca cruzaríamos al otro lado. Y que si cruzábamos, no llegaríamos vivos. Nos pusimos en el semáforo a esperar y justo entonces llamó el hermano de Borís que se estaba volviendo loco porque no encontraba el coche. Al final decidimos reunirnos con él y ayudarle a encontrar su vehículo.

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De allí nos llevó al hotel. El hotel se situaba al lado de la parada de metro “Vladýkino”. Era un hotel bastante conocido, uno que se llama “Altái”. Tenía varios edificios. El hermano de Borís nos dejó allí y se fue a trabajar. Es muy majo este chico.
En el hotel nos dieron habitaciones en distintas plantas. Las habitaciónes eran soviéticas a tope, pero como sólo íbamos a quedarnos una noche, nos daba igual. (En comparación con un hotel que conocí un día en Lugo este era una maravilla). La habitación era espaciosa, las camas arrimadas cada una a una pared no emitían ningún chirrido, eran bastante nuevas, y la ropa de cama estaba fresca y parecía nueva también. Lo que a mí me gustó era que en vez de una ducha había bañera.
Me arreglé un poco para volver a salir y llamé a Ksusha al móvil diciendo que ya estábamos listos. Ksusha dijo que apenas podía moverse del cansancio que tenía y que quería echarse un rato. Así que César y yo salimos solos y quedamos en que ellos nos llamaran luego.

Nos costó encontrar la parada de metro “Vladýkino”. Por el camino preguntamos a varios transeúntes. El metro “Vladýkino” está situado muy cerca del hotel, pero está escondido detrás de unas casitas grises de la época de Jruschev y por eso no se ve. En el metro compramos unos billetes para cinco viajes. ¡Me encantan los billetes de metro de Moscú! Son de papel y ni se parecen a las tarjetas de plástico que hay en Piter! Nada más entrar en el vagón nos fijamos en el esquema del metro. Nuestros ojos se clavaron en ese cartel y permanecieron así un rato. ¡Menudo esquema que es! ¡Parece un hormiguero! Pero César me sorprendió porque leía los nombres largos de las paradas con una habilidad increíble, y luego se guiaba perfectamente por los vestíbulos buscando la parada necesaria. ¡Como un moscovita de toda la vida! Hasta yo necesito más tiempo para localizar el nombre de una parada que busco, y eso que llevo más años con el cirilico.

Fuimos hasta la parada de “VDNJ” y allí tomé un vaso de “kvas”, una bebida refrescante rusa, en un puesto de la calle. El kvas te lo echan en un vaso de plástico de usar y tirar abriendo el grifo de un barril amarillo que había aún en la URSS. Hacía mucho que no se veían por ahí, pero en Moscú los volví a ver. César sólo probó aquel “kvas” para saber qué era. Hicimos muchas fotos con el monumento del cohete.

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Y luego fuimos al parque. Es un inmenso parque de la época soviética. Dentro hay muchos pabellones característicos de la época de Stalin. Son edificios monumentales, con muchos adornos, su objetivo es recordarle a uno la grandeza y el poder de la URSS. Cada pabellón presenta una industria concreta o una de las antiguas repúblicas soviéticas. No sé qué hay en ellos ahora pero antes se hacían allí exposiciones de todo tipo. En el parque también hay estatuas de Lenin y varias fuentes que se pueden considerar obras de arte soviético.

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Estar en VDNJ es como volver a la URSS. Aunque en la URSS nadie comía pizzas en las terrazas de las cafeterías. Mientras comíamos unos trozos de pizza con unas cervezas nos llamaron Ksusha y Boris y nos reunimos con ellos en el parque. Luego fuimos en metro hasta la calle Arbat.

Era casi la hora de comer y César, como un español auténtico, quiso tomar algo antes de ir al restaurante. Una tradición española como esta es difícil de seguir en Rusia ya que no hay bares donde uno pueda tomar algo rápidamente en la barra e irse a otro sitio. Hay cafeterías donde te sientas, abres la carta y pides una bebida. No hay barras. Pero el problema no sólo era ese, sino que para Ksusha y Borís lo de tomar algo antes de comer era algo extraño. “¿Para qué vamos a beber ahora algo a palo seco si en el restaurante también beberemos algo y mejor, comiendo?” Yo me puse a explicarles que los españoles tenían esa curiosa tradición y que había que entenderlo, etc. Al final entramos en la cafetería “Tridieviátoe tsarstvo” en la Arbat y tomamos unas cervezas en la terraza. Y luego ya fuimos a buscar algún sitio para comer. Encontramos un restaurante georgiano en la misma Arbat. Los restaurantes de los países del Cáucaso ofrecen buenas carnes y buenos vinos regionales. El comedor de aquel restaurante era muy bien decorado, las paredes eran de color rojo oscuro y el estilo recordaba el Cáucaso. Después de pedir la comida todos se volvieron más alegres. Era agradable estar allí sentados escuchando cantos populares de Georgia y esperando a que te trajeran las cosas. Los entremeses de alubias con nueces estaban muy bien preparados y el shashlik estaba delicioso.
Luego nos tomamos unos cafés en la cafetería “Shokoládnitsa”. Las hay también en Piter, pero en las paredes de la “Shokokádnitsa” de la Arbat había escritas poesías de Bulat Okudzhava. Tiene una canción suya sobre la Arbat. Era bonito el sitio.

Después fuimos dando un paseo y llegamos hasta la Noviy Arbat. Son dos calles Arbat, una pequeña y antigua y otra grande y moderna. Ya se estaba poniendo el sol, unos grupos de adolescentes daban unos saltos tremendos con sus tablas de skate por toda la calle. No miraban mucho por dónde iban, la gente intentaba apartarse como podía y pensé que no evitaría el choque. Estaría de moda ese deporte en Moscú.

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Al salir de la Noviy Arbat dimos con una avenida aún más grande que vá perpendicular a esta. ¡Menudo lío de tráfico que había allí! Nunca he visto tantos coches a la vez. Allí hay por lo menos doce carriles y todos están ocupados al máximo.
En la Noviy Arbat nunca hay sitio para aparcar, pero muchos conductores suben como si nada a la acera, van conduciendo detrás de los peatones y nada más ver un hueco, se meten allí. Dejan el vehículo donde sea. O sea que vas por la calle y detrás viene un coche. ¿Dónde se ha visto eso?
En ningún sitio los coches me dan tanto miedo como en Moscú. Y en Moscú nada me da miedo excepto los coches.

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César y yo entramos en la librería “Dom Knigi” y Ksusha y Borís se quedaron en la calle a esperarnos. Parecían agotados. La “Dom Knigi” es una librería muy buena. Tan buena como la “Dom Knigi” de Piter. Allí me compré dos libros de Nabókov y César miró algunos libros de cosmonáutica.
Cuando salimos de la librería, Ksusha y Borís dijeron que era hora de volver al hotel. Ya no tenían fuerzas para nada. Nosotros aún teníamos ganas de seguir paseando, pero todos decidimos que era mejor volver porque ya era casi de noche, y el barrio del hotel no parecía de los poco conflictivos. Moscú de noche puede ser peligroso, sobre todo para los turistas que van por la calle hablando castellano en voz alta.

En el metro hacía mucho calor y había mucha gente. Pensé en toda esa gente que tiene que coger ese metro todos los días y aguantar el bochorno, la multitud, los vagones viejos cuyas ventanillas están sucias y llenas de anuncios y pegatinas de todo tipo. Estaba mirando a la gente intentando adivinar quién era moscovita y quién no, y de repente pensé que en el vagón podía haber otros peterburguenses que están de viaje en Moscú. Y empecé a echar de menos Piter. ¡Hay que ver! Y eso que estando en la “Shokoládnitsa” hablamos sobre Piter en Moscú y Ksusha y Borís decían que en no veían mucha diferencia entre las dos ciudades. Pero sí que la hay. Son ciudades completamente distintas.

Volvimos al hotel con una gran cantidad de impresiones y fotos. Pusimos el despertador para levantarnos a las nueve y media.

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