¿Cómo aprendí el español?
Publicado: 16 Jun 2013, 15:06
¿Cómo aprendí el español?
Antes de volver atrás y contemplar desde el presente aquellos años en los que vivía sumergida en el idioma castellano, tengo que decir que un idioma no se puede aprender: es un proceso que tiene un principio y no tiene ningún final. Hasta diría que el título de este artículo es un error, pero lo voy a dejar porque suena bien. Me gusta como suena.
Empecé a estudiar el español cuando tenía diecisiete años. No diré por qué quise aprenderlo, cuál era mi motivación, sólo diré que más que una motivación era una locura y una obsesión. Eso es lo que era.
En San Petersburgo de entonces sólo empezaban a sonar las canciones de Ricky Martin y Enrique Iglesias, acababan de abrir algunas discotecas de música latina y escuelas de salsa. Apenas había restaurantes de cocina española y todavía faltaban algunos años para que el español pasara a ser un idioma de moda y la gente se animara a estudiarlo.
Yo era estudiante de un liceo, no cobraba nada y el dinero que me daba mi madre para los gastos de día a día lo intentaba administrar de la mejor manera. Cuando con unos pequeños ahorros me pude comprar un libro de español, me sentí feliz. Ese libro era el único libro de español que había entonces en mi librería favorita de la ciudad, la “Dom Knigi”. El libro venía con una cinta de audio.
Y entonces mi enfermedad (porque aquello era igual que una enfermedad) empezó a progresar. El libro era muy bueno. Se dividía en 60 clases. En cada clase se explicaba algo básico de la gramática (los artículos, los verbos en presente, las terminaciones de los sustantivos, etc.); había un pequeño texto acompañado por una grabación en la cinta y unos ejercicios que tenían claves al final del libro. ¡Más no se podía pedir! No tenía internet, no tenía diccionario, sólo tenía aquel libro y aquella cinta. Y era suficiente.
Todos los días después de cenar y antes de ir a la cama me ponía a estudiar un capítulo del libro. O sea, una clase. No disponía de mucho tiempo porque solía ser muy tarde y ya me entraba sueño. Entonces lo que hacía era coger un pequeño cuaderno y hacer unos apuntes con lo más importante: el tema, un breve comentario y unos ejemplos. Y luego si el texto que venía no era muy largo, lo reescribía entero a mano. En una libreta apuntaba todo el léxico que no conocía y me iba a dormir. El cuaderno y la libreta los llevaba conmigo a todas partes. No pesaban tanto como el libro.
Nada más empezar el día me ponía a estudiar. Estudiaba en el metro camino al liceo que era casi una hora de viaje. Durante las clases más aburridas escondía mis apuntes sobre las rodillas o debajo de algún libro y los miraba de reojo. Cuando terminaban las clases en el liceo, solía desplazarme en metro hasta al centro de la ciudad donde estaba la Escuela de Artes a la que iba casi todas las tardes, y seguía estudiando palabras por el camino.
Las hojas de mi primera libreta de español aún guardan unas gotas de lluvia y de nieve que se derretía encima de las palabras escritas con un fino rotulador azul. Y es que en la calle también miraba las palabras y las intentaba pronunciar en voz baja. ¡Cómo disfrutaba de aquello!
Además de estudiar me compraba todas las cintas de audio que contenían canciones en español. Entonces en las tiendas de música aún se vendían muchísimas cintas pero no había casi nada en el idioma que estudiaba. Gipsy Kings, Ricky Martin, Enrique Iglesias, “Latin hits” y la música andina. Y se acabó. Escuchaba aquellas cintas con mi walkman mientras iba andando de un sitio a otro.
Cuando estaba en casa (cosa muy rara para mi entonces) y tenía un rato libre, me ponía la cinta que venía con el libro e intentaba leer los textos copiando la pronunciación. Todavía me acuerdo de algunos párrafos y frases sueltas. También aprovechaba los ratos que pasaba en casa para hacer los ejercicios del libro.
Las 60 clases me duraron más de un año, luego ya me compré otros libros que ya se empezaron a vender potque el español se convirtió en un idioma más solicitado. Tenía dieciocho años y por fin pude ir a las discotecas nocturnas y aprender a bailar salsa y merengue. Como os podéis imaginar, sólo iba a las discotecas donde había esa música y sobre todo gente con la que podía hablar en español, los estudiantes sudamericanos frecuentaban aquellos locales.
Más tarde descubrí el internet y fue donde más practiqué la conversación y la escritura.
Cuando el destino me trajo a España, el español ya era como mi segundo idioma. Sigo teniendo mi acento ruso y mis errores de gramática, pero aún puedo mejorar.
He aprendido otros idiomas e iré aprendiendo algunos más, pero nunca ninguno me será tan querido como este.
Antes de volver atrás y contemplar desde el presente aquellos años en los que vivía sumergida en el idioma castellano, tengo que decir que un idioma no se puede aprender: es un proceso que tiene un principio y no tiene ningún final. Hasta diría que el título de este artículo es un error, pero lo voy a dejar porque suena bien. Me gusta como suena.
Empecé a estudiar el español cuando tenía diecisiete años. No diré por qué quise aprenderlo, cuál era mi motivación, sólo diré que más que una motivación era una locura y una obsesión. Eso es lo que era.
En San Petersburgo de entonces sólo empezaban a sonar las canciones de Ricky Martin y Enrique Iglesias, acababan de abrir algunas discotecas de música latina y escuelas de salsa. Apenas había restaurantes de cocina española y todavía faltaban algunos años para que el español pasara a ser un idioma de moda y la gente se animara a estudiarlo.
Yo era estudiante de un liceo, no cobraba nada y el dinero que me daba mi madre para los gastos de día a día lo intentaba administrar de la mejor manera. Cuando con unos pequeños ahorros me pude comprar un libro de español, me sentí feliz. Ese libro era el único libro de español que había entonces en mi librería favorita de la ciudad, la “Dom Knigi”. El libro venía con una cinta de audio.
Y entonces mi enfermedad (porque aquello era igual que una enfermedad) empezó a progresar. El libro era muy bueno. Se dividía en 60 clases. En cada clase se explicaba algo básico de la gramática (los artículos, los verbos en presente, las terminaciones de los sustantivos, etc.); había un pequeño texto acompañado por una grabación en la cinta y unos ejercicios que tenían claves al final del libro. ¡Más no se podía pedir! No tenía internet, no tenía diccionario, sólo tenía aquel libro y aquella cinta. Y era suficiente.
Todos los días después de cenar y antes de ir a la cama me ponía a estudiar un capítulo del libro. O sea, una clase. No disponía de mucho tiempo porque solía ser muy tarde y ya me entraba sueño. Entonces lo que hacía era coger un pequeño cuaderno y hacer unos apuntes con lo más importante: el tema, un breve comentario y unos ejemplos. Y luego si el texto que venía no era muy largo, lo reescribía entero a mano. En una libreta apuntaba todo el léxico que no conocía y me iba a dormir. El cuaderno y la libreta los llevaba conmigo a todas partes. No pesaban tanto como el libro.
Nada más empezar el día me ponía a estudiar. Estudiaba en el metro camino al liceo que era casi una hora de viaje. Durante las clases más aburridas escondía mis apuntes sobre las rodillas o debajo de algún libro y los miraba de reojo. Cuando terminaban las clases en el liceo, solía desplazarme en metro hasta al centro de la ciudad donde estaba la Escuela de Artes a la que iba casi todas las tardes, y seguía estudiando palabras por el camino.
Las hojas de mi primera libreta de español aún guardan unas gotas de lluvia y de nieve que se derretía encima de las palabras escritas con un fino rotulador azul. Y es que en la calle también miraba las palabras y las intentaba pronunciar en voz baja. ¡Cómo disfrutaba de aquello!
Además de estudiar me compraba todas las cintas de audio que contenían canciones en español. Entonces en las tiendas de música aún se vendían muchísimas cintas pero no había casi nada en el idioma que estudiaba. Gipsy Kings, Ricky Martin, Enrique Iglesias, “Latin hits” y la música andina. Y se acabó. Escuchaba aquellas cintas con mi walkman mientras iba andando de un sitio a otro.
Cuando estaba en casa (cosa muy rara para mi entonces) y tenía un rato libre, me ponía la cinta que venía con el libro e intentaba leer los textos copiando la pronunciación. Todavía me acuerdo de algunos párrafos y frases sueltas. También aprovechaba los ratos que pasaba en casa para hacer los ejercicios del libro.
Las 60 clases me duraron más de un año, luego ya me compré otros libros que ya se empezaron a vender potque el español se convirtió en un idioma más solicitado. Tenía dieciocho años y por fin pude ir a las discotecas nocturnas y aprender a bailar salsa y merengue. Como os podéis imaginar, sólo iba a las discotecas donde había esa música y sobre todo gente con la que podía hablar en español, los estudiantes sudamericanos frecuentaban aquellos locales.
Más tarde descubrí el internet y fue donde más practiqué la conversación y la escritura.
Cuando el destino me trajo a España, el español ya era como mi segundo idioma. Sigo teniendo mi acento ruso y mis errores de gramática, pero aún puedo mejorar.
He aprendido otros idiomas e iré aprendiendo algunos más, pero nunca ninguno me será tan querido como este.