Luis Amado Blanco "8 días en Leningrado".
Luis Amado Blanco, poeta, escritor y periodista asturiano que, siendo diplomático hispanocubano, vivió casi toda su vida en Cuba, viajó a Leningrado en 1932 y estuvo allí 8 días. El libro no fue escrito después del viaje, sino durante aquellos días, y es como un diario.
Los diarios de viajes tienen algo especial comparando con los recuerdos de viajes que uno puede escribir a la vuelta. En un diario de viaje se percibe la palpitación de las impresiones aún muy vivas, las que el autor tuvo poco antes de contarlas. Esa palpitación se apaga muy rápido, hay que atraparla a tiempo.
“Como un sueño. pronto hará un año. ¿Será cierto que yo estuve en Petersburgo?”
Sí. En Leningrado de 1932. Ya habían nacido entonces mis abuelos. De hecho, mi abuelo paterno Viacheslav Ksenofóntovich ya tenía 18 años. Quizá, mientras el autor, un hombre de 29 años, estaba dando paseos por la avenida de 25 de Octubre (así se llamaba la Nevski después de la Revolución) en compañía de su joven esposa y de una intérprete leningradense, aquel chico que se llamaba Slava estuviera cruzando algún puente en el Moika. Cuesta creerlo…
El señor Amado Blanco y su mujer fueron a Leningrado porque la URSS para ellos “era una nueva concepción de la vida, y nosotros, que odiábamos la vida de nuestros padres, teníamos necesidad de una nueva norma, viniese de donde viniese”.
No sabían qué esperar de ese viaje porque no se podía compararlo con ningún otro: “Ir a Rusia no es ir a Bélgica ni a Polonia; ni siquiera a Dinamarca o a Finlandia. Ir a Rusia, hoy, es IR, en su acepción máxima; marchar hacia algo Nuevo en su adjetivación más pura también. Y llegar, sobre todo”.
Salieron de España un día de junio rumbo a Finlandia, y luego hicieron un viaje en barco de Helsinki a Leningrado:
“La sirena anuncia que podemos desembarcar. … Mi mujer y yo, humildemente vestidos, pues sabemos que aquí no hay lujos y no queremos llamar la atención”.
La guía, Anna Dmítrievna Belétskaya.
La guía que acompañó a la pareja durante los ocho días se llamaba Anna Dmítrievna Beletskaya (Анна Дмитриевна Белецкая), “una joven delgadita, de ojos sagaces, que viste un raído traje sastre con camisa hombruna y corbata; fuma un fino y largo pitillo y habla un perfecto español, sin acento extranjerizante”.
Como el ruso era un idioma totalmente desconocido para el autor, en el libro aquella señora aparece como “madame Dmitrievna” o “madame Dmitrievna Beletzki”, ya que seguramente tomó el patronímico por el primero de los dos apellidos, cosa muy normal para un extranjero. Su nombre viene escrito como “Ana”, otra cosa muy normal.
Intenté buscar a aquella Anna Belétskaya (Beletski, o Beletzki es el mismo apellido, pero de género masculino) en Internet. Me han salido muchas personas con el mismo nombre, algunas en el Facebook, otras en el Vkontakte, que es la red social rusa, pero por supuesto que no queda ningún rastro de aquella intérprete nacida en la época de los zares. ¿Habrá sobrevivido durante el Sitio de Leningrado? Ahora ya es imposible saberlo.
“Soy nieta de un general del zar, cuyo retrato verán ustedes en el palacio de Invierno, y mi padre fue uno de los comerciantes más ricos de Leningrado. Teníamos una espléndida posición, y yo me crié mimada y con regalo. Poco antes de la Revolución, mi padre vendió todas sus casas, y el comprador quiso pagarle en libras esterlinas, rehusando mi padre como buen patriota. Poco después llegó el movimiento socialdemócrata, luego el bolchevique, y todo, hasta mi padre, fue perdido en la nueva organización. (…)
Hoy yo trabajo como escritora en diversas revistas, hago de guía en algunas ocasiones y no tengo por qué temer el porvenir. Me he casado hace unos seis años y, divorciada al poco tiempo, he vuelto a contraer matrimonio con un joven intelectual que, como yo, comparte la actividad literaria con los estudios universitarios de letras. Mi madre vive y vivió siempre conmigo, y hoy es feliz, contemplándole útil. Hace cinco meses tuve un niño, que se me murió hace dos.”
Leningrado de 1932.
La avenida del 25 de Octubre (la Nevski):
“No hay tiendas particulares, ni cafés, ni mucho menos comercios de lujo. (…)
La calle está perfectamente adoquinada y cementadas sus aceras. Una compacta muchedumbre, humildemente vestida, camina en todas direcciones, con ritmo de gran capital. Pasan, abarrotados tranvías y más tranvías, muchos de ellos dirigidos por mujeres que llevan por todo distintivo el pañuelo en semiturbante rojo. Se ven pocos automóviles…”.
La Librería del Estado (la Dom Knigui):
“Cuesta trabajo entrar y moverse por sus salones, abarrotados de gente, en sencillo vestuario, como obreritos metidos a estudiantes. (…)
Hay un orden y una clasificación perfectos; atendido cada departamento por un hombre o una mujer especializados, capaces de orientar y dirigir. (…)
Postales; esculturas; bajorrelieves, imitando bronce; medallas; cuadritos. El tema que bate el récord de reproducción es la figura de Lenin. Bustos, fotografías… (…)
No tiene qué envidiar ni qué desear en comparación con cualquier librería principal de régimen capitalista. No hay lujosas ediciones, pero los libros están cuidadosamente editados en un fervoroso deseo de cultura".
El Hermitage:
“El Ermitage es indiscutiblemente el mejor museo del mundo, en lo que a conjunto se refiere. Ni aun el Louvre con los robos internacionales de Napoleon I, puede comparecérsele. En pintura, únicamente el del Prado puede, no vencerle, pero sí competir con él. ¡Y qué gozo patriótico contemplar la sala española! Velázquez, Ribera, Zurbarán, Murillo, Morales, El Greco… Telas de prodigio, contando con sus ciento quince obras el esplendor de nuestro siglo de oro”.
La gente de entonces hablando de la URSS: los revolucionarios y los contrarrevolucionarios.
Los revolucionarios (la guía):
“Por aquí ha pasado la revolución; todo un remover la vida en sus meridianos y paralelos. No debe extrañarles. (…) Todo ha de llegar. Ustedes deben volver dentro de unos años”.
“Usted encontrará en la Unión cosas extrañas, sorprendentes clarooscuros, indudables contradicciones. Pero no lo achaque usted a falta de criterio, sino a circunstancias históricas pasajeras”.
“Tenga usted en cuenta que Rusia está reorganizándose. De la noche a la mañana es imposible lograr la perfección”.
Los contrarrevolucionarios (un transeúnte que, igual que la guía, se crió “rodeado de lujo y comodidades” y que hablaba un perfecto francés):
“Estamos en manos de una patrulla de bandoleros, que solo pretenden arruinar a Rusia, gozándose en el poder. Para ellos no existe nada malo, ni irrealizable. Acometen empresas y empresas, sin conocimiento de causa, por indicios superficiales, de relumbrón. Pero lo peor, con ser canallesco, no sería eso: lo rufianesco es la opresión. (…)
Y el no poder pensar, (…)
Ustedes no pueden ni imaginar lo que es vivir como nosotros vivimos. (…)
Si ustedes quieren que les hable extensamente, tienen que acompañarme. (…)
En la calle es peligrosísimo tratar estas cuestiones. (…)
Fui y soy antizarista. (…) Pero salir de una parte para entrar en otra mil veces peor, ¡jamás! yo no lucho por la vuelta de lo antiguo; sé que aquello no puede ni debe volver; pero mi pobre Rusia tiene que ser liberada de esta represión criminal”.
Otras peculiaridades de la vida en Leningrado en aquella época:
El hotel Europa: “todo tan limpio y cuidado como cualquier hotel español de segunda categoría. Sin embargo, es este el mejor de la población”.
Los comercios: “son todos del Estado: cooperativas, artículos de sport, librerías, magazines de antigüedades, farmacias…”.
Mujeres-policías: “ordenan el tráfico; visten pobremente y se distinguen, como las conductoras de tranvías, por el tocado revolucionario; en cada mano un pequeño banderín – azul, rojo – al que conductores y peatones obedecen sin titubeos ni audacias”.
La comida: “pésima, de un tan extraño gusto que vence el apetito de nuestro paladar cosmopolita. Caviar turístico, servido a grandes cucharadas. Salmón, pálido de días. Carne cocida, con patatas. Agua pésima. Solo tres cosas exquisitas: pan, cerveza y mantequilla, que son, al fin y al cabo, las que consuelan nuestro estómago”.
La ropa: “camisas rusas, muchas camisas rusas, muchos pañuelos blancos”.
“El San Lenin”: “he dicho san Lenin y he dicho mal. Dios-Lenin es el concepto acertado. En todas partes su estatua, su retrato, su recuerdo…”
Los teatros: “En los teatros no hay taquillas. Las localidades hay que adquirirlas en el comité de fábrica o profesional a que se pertenezca”.
El público en el teatro: “ni joyas ni colores engarzados en ricos modelos. Arena de las camisas, azul de los monos y chaquetas y en las mujeres, blanco. Algo de la nieve en el corto estío. Sin medias; diminutos calcetines sobre las piernas, curtidas por las brisas de todo tiempo. Y la mayoría de zapatos bajos, como niñas escapadas del colegio”.
El libro “8 Días en Leningrado” editado en 1932 y reeditado en 2009 se vende en el FNAC y en otras librerías españolas. Una joya para los amantes de Rusia.
La_profe.