El Año Nuevo que celebré en San Petersburgo

El Año Nuevo que celebré en San Petersburgo

Notapor La_profe » 30 Dic 2013, 22:09

El 31 de diciembre de 2009.

"No hay nada peor que estando en Piter tener que pasar un día entero en casa" -me dije la mañana del 31 de diciembre de 2009 tirando a la basura un montón de pañuelos de papel que estuve gastando durante toda la noche y abriendo un paquete nuevo enseguida.

"Habría que hacer algo" -pensé mientras eché sal y pimienta negra a unos trozos de pollo y los puse en la sartén. El día anterior mi madre y mi hermana me hicieron responsable de la cena del Año Nuevo, y decidí hacer pollo con salsa blanca. Sé cocinar el pollo de muchas maneras, lo que más me gusta son las alitas con ajo y pimentón hechas al horno. Pero mi hermana aborrece la comida picante y no comería eso, así que tuve que escoger una salsa tan inofensiva como la que se hace con smietana.

En la tele estaban echando una película infantil "Morozko" (1964), basada en un cuento popular sobre un hombre de hielo que salvó del frío a una bella muchacha. Mi madre, mi hermana, su marido y yo estuvimos viéndola y desayunando en la cocina que se había llenado del aroma de pollo que poco a poco se iba dorando en la sartén. Cuando al final terminé de cocinar aquel plato sencillo y suave, mi madre y yo nos vestimos y fuimos en metro al centro de la ciudad para dar un paseo.

En el metro estuvimos las dos leyendo. A mi madre le quedaban algunas páginas de una novela policíaca, y yo saqué del bolso las cartas de Oscar Wilde en una edición de bolsillo. Notaba la cabeza muy pesada y al final del viaje tuve que guardar el libro y cerrar los ojos. Así con los ojos cerrados es como viaja en el metro la mayoría de los peterburguenses, cansados de la rutina diaria, del largo invierno que empieza a mediados de octubre y termina en abril, de las poquísimas horas de luz...

Cuando salimos del vagón y mi madre me dijo algo, apenas la oí. El ruido de las voces alrededor me llegaba de una forma extraña, como si todos se movieran muy lejos de mí. Mi malestar me daba la sensación de estar metida en una cápsula, y casi me arrepentí de no haberme quedado en casa con mi portátil, mi té con bergamota y mis pañuelos en vez de caminar por la ciudad sacando fotos a todo.

Estuvimos caminando por la avenida Nevski. Había que ir arrastrando los pies para no resbalar. La nieve yacía amontonada en el borde de la calle y era de un color entre gris y marrón. De los tejados de los edificios colgaban unos enormes chupiteles, y la gente, al mirar arriba y darse cuenta del peligro, se apartaba rápidamente al otro lado de la acera. Había mucho tráfico y se podía esperar cualquier cosa de los conductores hartos de recorrer las carreteras sucias y plagadas de vehículos de todo tipo, y por eso estábamos prestando aún más atención a los coches en los semáforos y en los pasos de cebra.

Cuando pasamos junto a la cafetería “Zhili-Byli” (“Érase una vez”) que está al lado del río Moika, decidí entrar. “Zhili-Byli” es un “salat-bar” y tiene una gran variedad de ensaladas y ensaladillas. Quise tomar un café para averiguar si me podía hacer un efecto mágico y sacarme, aunque sea por un rato, de aquella cápsula en la que me veía metida. En el escaparate al lado de la caja había pasteles, pizzas y ensaladas y un grupo de turistas extranjeros trataba de explicarse utilizando un inglés pésimo. Al oír las frases que intercambiaron entre ellos, supe que eran francófonos. A pesar de mi francés, que no es nada malo, no tuve ganas de ayudarles. Cuando por fin se llevaron sus bandejas, pedí un café americano y unos blinis con leche condensada, y mi madre decidió tomar un té con un pastel de miel “Medovik”.

Las camareras estaban vestidas de fiesta, habían pintado los ojos con algo chispeante y llevaban rizos en el pelo cubiertos con laca brillante o algo así. En la cabeza se pusieron orejas de conejo de peluche color rosa, y detrás en las faldas tenían colas de conejo que hacían juego con las orejas. Todo aquello tenía un aire frívolo, súper divertido, muy propio de la fiesta. Mientras nosotras comíamos, ellas, al no tener que atender a más clientes, se pusieron a hacer fotos unas a otras, se reían como locas, y me parecieron muy simpáticas, además, se veía que a pesar de tener que trabajar ellas estaban de muy buen humor.

El café americano hizo que me sintiera un poco mejor, es una bebida que siempre me excita y me anima. Llegamos andando hasta el Almirantazgo donde había un enorme tobogán de nieve, y todos, los jóvenes y los viejos, alquilaban unos trineos y se divertían. No nos apetecía seguir su ejemplo y sólo nos hicimos unas fotos en el jardín Aliexándrovski y con la Catedral de San Isaac nevada que se veía detrás de las ramas negras de los árboles.

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De allí fuimos dando un paseo hasta la plaza del Palacio en la que habían puesto muchos abetos y todos tenían luces de distintos colores. Primero se encendían las luces amarillas, luego cambiaban de amarillas a rojas, después de rojas a verdes… era muy llamativo. Cruzamos la plaza para atravesar los patios del edificio de “Capella” que tiene una maravillosa sala de conciertos, y luego por las aceras heladas y nevadas, que más que aceras parecían pistas de patinaje, llegamos hasta el jardin Mijáilovski y salimos al canal de Griboiédov.

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Eran las cuatro de la tarde cuando volvimos a nuestro barrio, y ya era de noche. En invierno en San Petersburgo se hace de noche a las tres, y en los días nublados todavía antes. Como no teníamos el postre navideño, entramos en la confitería “Nyamburg” al lado del metro y compramos unos pasteles tradicionales finlandeses de canela y frutas del bosque, los últimos que quedaban aquella tarde. Había dos dependientas de rasgos que no eran rusos, y mientras una colocaba nuestros pasteles en una caja, la otra estaba hablando por el móvil. Cuando colgó, dijo a su colega:
- Y en Uzbekistán tienen 25 grados de calor…

En casa nos ocupamos de la mesa: hicimos las ensaladas, pusimos los cubiertos, encendimos unas velas. De vez en cuando me conectaba al MSN para hablar con César que más tarde iba a cenar en casa de nuestros amigos en las afueras de León. Me vio algo triste y preguntó por qué era. Pero lo que tenía no era tristeza, lo que me pasaba era que me dolían los labios, estaban completamente resecos y agrietados por el resfriado, y no podía ni sonreír.
- Cuando quiera reír o sonreír voy a decir así "ja ja ja", ¿vale?
Y fue lo que hice para que no pensara que me sentía triste ni nada de eso.

A las nueve de la noche nosotras tres, mi madre, mi hermana y yo, nos pusimos los vestidos de fiesta y Borís eligió la camisa más elegante. Hicimos unas fotos de los cuatro con la gata y el chihuahua, y en todas salgo con una cara muy seria.

A las diez nos sentamos a la mesa, nos pusimos unos gorros rojos de Ded Mozoz y abrimos los vinos. Mi madre y yo nos tomamos un vino de Zamora que siempre llevo conmigo cuando viajo, y mi hermana y Boris tomaron una botella de vino blanco semidulce de origen alemán que les gustaba mucho. Me lloraban los ojos, tosía y estaba destemplada, pero me sentía feliz. ¡Hasta canté un trozo del himno ruso con la letra soviética que conozco mejor que la moderna!

A las doce brindamos con el champán viendo el reloj de la Plaza Roja de Moscú y cuando el himno, que era su versión larga, terminó, fuimos a ver los regalos que mi hermana había puesto unos días antes bajo el árbol. ¡Todos teníamos tantos regalos que apenas podíamos con ellos! Una vez localizados por la pegatina con el nombre sobre el envoltorio, los apartábamos del resto y los abríamos ya tranquilamente, y eran tantos que nos llevó un buen rato verlo todo. No sé si me hizo más ilusión ver lo que me regalaron o ver las caras de los demás mientras abrían los regalos que les había preparado.

En la calle no paraban de sonar los petardos, detrás de las cortinas se veían luces de colores de los fuegos artificiales y se oían los “¡Hurra!”. Fue un día muy feliz.

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En los diez años que vivo en España fue la única vez que celebré la nochevieja en Piter y no en León. Desde entonces no he vuelto a hacerlo, y cuando se acerca el día 31 de diciembre me entra una terrible nostalgia de aquel día en el que pude celebrar el Año Nuevo con mi familia rusa. Ojalá vuelva a celebrarlo con ellos algún día, qué ganas tengo de ver en la mesa las típicas ensaladillas en vez de marisco y jamón y de escuchar el himno de Rusia tomando un poco de champán y pensando en un deseo…

Todos los años muchísima gente rusa celebra el Año Nuevo así y encima se queja de que la fiesta no sale bien porque no hay alegría suficiente. A mí me da igual la alegría, me bastaría con estar en mi ciudad y con mi familia.

¡Felicidades a todos!
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Re: El Año Nuevo que celebré en San Petersburgo

Notapor La_profe » 06 Feb 2015, 23:36

Mi Año Nuevo 2015.

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La noche de 30 a 31 de diciembre dormí muy mal. Mi sofá estaba debajo de una de las dos ventanas de la habitación que mi madre había preparado para mi hija y para mí, y no dejaba de notar el contraste que había entre la temperatura de dentro y la de fuera. El calor exagerado de la habitación hacía que me destapara, pero luego una ráfaga de aire helado entraba por la ventana y me despertaba de golpe… La niña que estaba durmiendo en la cuna arrimada a mi sofá también se movía mucho. Tenía catarro y le costaba respirar. Se despertó del todo cerca de las ocho, se sentó y dijo medio llorando:
- Насморк…
Catarro, sí. Aunque al estar en Rusia en invierno es mejor tener un simple catarro antes que gripes, anginas, bronquitis y otras cosas.

La niña no quiso ni probar su desayuno, y mi madre le dio unas galletas en forma de ositos que le gustan mucho al hijo de mi hermana que tiene casi cuatro años. Los dos estuvieron comiendo esas galletas viendo dibujos en el canal infantil “Karuselka”, y yo mientras comí sin ganas un bollo relleno de crema que compré el día anterior para probar algo distinto.

Detrás de la ventana todo se derretía y goteaba. El termómetro marcaba un grado sobre cero. Así comenzó la última mañana de 2014.

Mi hermana se marchó a trabajar. Es bibliotecaria y trabaja en la Biblioteca Nacional. Nos quedamos en casa los cuatro: mi madre, el niño, la niña y yo.

Pensé que el catarro que tenía mi hija no le impediría disfrutar de un pequeño paseo por la nieve, y decidimos sacar a los niños al parque infantil más cercano. En realidad quise salir porque vi que la nieve no tardaría en desaparecer y pensé que quizá ya no volveríamos a verla, por eso tenía ganas de hacer un muñeco de nieve y enseñárselo a la niña. El “sniegovik” es un personaje típico del invierno en Rusia. Mi hija ya lo conocía de los dibujos animados soviéticos, pero que nunca había visto uno “real”.

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El parque que me había gustado el verano pasado seguía siendo muy bonito, la pintura de los columpios y toboganes aún parecía nueva y se veía que todo estaba en muy buen estado. Aún había bastante nieve, y algunos niños muy pequeños y tan abrigados que apenas se podían mover hurgaban en ella con sus palas de plástico. Alguien ya había hecho un muñeco de nieve por la mañana pronto, y un niño de unos cinco años que paseaba con su abuela intentó destruirlo, pero la abuela no se lo dejó. Mi sobrino enseguida se subió a un tobogán y viendo que mi hija se sentía un poco extraña en un parque nevado, me puse manos a la obra. Lo de hacer bolas de nieve con las manos sin guantes me hizo recordar una sensación que tenía completamente olvidada. El tener de repente los dedos enrojecidos, entumecidos, que ya no sienten nada ni son capaces de hacer nada... Qué frío tan horroroso… ¡pero merece la pena!

Mi madre me sorprendió cuando me dijo que lo mejor sería hacer un hueco encima de cada bola antes de montar en ella la siguiente, porque así quedarían mejor sujetas. No me imaginaba que mi madre supiera tanto de los muñecos de nieve. Cuando el “sniegovik” ya estaba hecho, intenté buscar piedras o ramas para ponerle los brazos, los ojos, etc., pero no encontré nada. Entonces mi madre encontró en su bolso dos caramelos de grosella negra que tenían un color violeta y brillaban, y los utilicé como ojos. Resultó que también llevaba una laca de uñas roja, y pudimos pintar una boca. Los brazos los hice de nieve, la nariz también. La niña insistió que no fuera una persona, sino un gatito, e hicimos algún cambio para que se le pareciera. Luego nos hicimos fotos con el gato de nieve y volvimos a casa.

Al haber acostado a mi hija, esperé a que mi hermana volviera del trabajo, y así mi madre y yo pudimos salir a hacer unas compras.

Las calles estaban llenas de charcos que cubrían la nieve y el hielo a medio derretir, y había que tener mucho cuidado al andar. Una cosa es resbalar y caerse sobre la nieve o el hielo, y luego simplemente levantarse y seguir caminando, y otra cosa es caerse en un charco de agua helada y tener que volver a casa a cambiarse.

A mí me hacía falta cambiar dinero, pero el banco ya había cerrado y tuve que pedir a mi madre que me dejara prestados unos rublos.

Entramos en una farmacia para comprar unas gotas infantiles para el catarro, luego compramos unos regalos para los niños (más regalos para el montón ya preparado) en la tienda de juguetes “Deti” y al final nos acercamos a un puesto de venta de árboles de navidad naturales. Abetos. El señor que los vendía nos enseñó dos o tres. Eran todos completamente idénticos.
- А откуда они? (¿De dónde son?) – pregunté.
- Из Перми. Их выращивают специально для праздника. (De Pierm. Se plantan específicamente para estas fechas).
Elegimos uno que parecía algo más pequeño que otros, pagamos 500 rublos, que son unos 8 0 9 euros, dependiendo del curso que no para de cambiar.

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Cuando llegamos a casa y mi hermana vio el árbol, no se mostró nada contenta. ¡Pero si llevaba días queriendo comprar uno! Y ahora estaba cansada después de trabajar y no le hacía gracia pensar que había que colocar el árbol en algún sitio, adornarlo... De hecho en la cocina ya había uno artificial y en la habitación de mi sobrino otro, también con adornos y luces. Pero el natural era mucho más especial, claro. Olía a nuestra infancia.

- А как же мы её поставим, если подставки у нас нет? (¿Y cómo lo colocamos si no tenemos ninguna base para estos árboles?)

La base no la pudimos comprar, no quedaban.

Mi madre salió del piso para buscar un cubo en el pasillo compartido con los vecinos que se utiliza como un almacén, y entonces tuvo mucha suerte de tropezar con el vecino, un chaval veinteañero, Dimka, a quien conozco desde que era un bebé recién nacido. Dijo que nos iba a ayudar.
- Не закрывайте дверь, я сейчас. (No cerréis la puerta, ahora vuelvo).
Unos minutos más tarde volvió con un cubo lleno de arena. Entiendo que pudiera encontrar un cubo, pero ¿de dónde habría sacado tanta arena?

Todo estaba solucionado. Pusimos el árbol en el dormitorio que compartíamos mi hija y yo, al lado de la chimenea, y quedó muy bonito con los adornos y las luces de IKEA que aún estaban sin estrenar.

Decidimos que a los niños les daríamos sus regalos unas horas antes de acostarlos para que aún no estuvieran muy cansados y pudieran jugar un poco antes de ir a la cama. Entonces a las siete de la tarde nos pusimos todos la ropa de fiesta. Mi hermana me dejó prestado un vestido de cóctel color rosa coral y ella se puso un así llamado vestidito negro. Mi madre se vistió de negro también acompañándolo con bisutería plateada y un pequeño sombrero muy elegante. A mi sobrino le pusieron una camisa blanca y un nudo de corbata mariposa, y mi hija estrenó un vestido de fiesta que le quedaba de maravilla, pero… ¡lo que me costó convencerla para que se lo pusiera!

Luego llevamos todos los regalos de los niños al árbol nuevo y los pusimos debajo de él. Cogimos a los niños y las cámaras de fotos y pasamos un rato muy divertido abriendo los regalos de ellos. Montones y montones de juguetes… Ahora de aquello queda un vídeo y un centenar de fotos.

Mientras mi hermana y yo estuvimos jugando con los niños tan excitados y contentos que se hacía difícil pensar en cómo hacerlos ir a la cama, mi madre se ocupó de la cena. Teníamos varias cosas de primero y decidimos que el segundo no haría falta. Hubo dos ensaladillas, algo de pescado ahumado, carne curada de distintos tipos, tomates, pepinillos, etc.

Al final, cuando acosté a mi hija que no quería dormirse después de un día tan ajetreado y depués de haber llorado mucho a la hora de echarle yo las gotas para la nariz, entré en la cocina donde ya estaba todo preparado. Mi hermana ya estaba tomando una copa de vino georgiano que quedaba de la noche anterior, y cuando lo terminó, abrimos el Rioja mío preparado para aquella cena y nos servimos las ensaladillas. Me conecté al Skype para hablar un poco con mi familia española. Ellos se habían reunido en la casa de mi suegra y tomaban unas cervezas porque era muy pronto para empezar a celebrar. En Píter eran las once y en España eran las nueve.

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Cenamos muy bien. Acertamos con las ensaladillas y los entremeses, el segundo no hizo falta. De hecho yo, por ejemplo, sólo comí que la ensaladilla “olivier” que tanto echaba de menos y que en España no me sale igual por culpa de la mayonesa y los pepinillos que son distintos.

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En la tele había conciertos del Año Nuevo, pusimos la primera cadena. Entre los vocalistas jóvenes del programa “Golos” (“La Voz” en su versión rusa) había cantantes famosos de la época soviética y las décadas posteriores. Agutin, Priesniakov, Orbakaite. Qué viejos están… hacía mucho que no los veía. A mí me gustaron enormemente dos canciones que hasta entonces nunca había oído: “Opiat metiel” y “Obernites” de Leps y Meladze.

“Опять метель» (“Vuelve a nevar”)
https://www.youtube.com/watch?v=VXFocdQ3q0I

“Обернитесь» (“Dese la vuelta”)
https://www.youtube.com/watch?v=ml5gF7q1R_g

Luego estas dos canciones se convirtieron en el leitmotiv de mi viaje, e incluso ahora, si empiezo a recordar aquellos días, o veo las fotos que hice, enseguida vuelven a sonar en mi cabeza.

A las doce abrimos el champán, y después de haber escuchado el largo discurso de Putin que se mostró muy optimista, brindamos y abrimos nuestros regalos. Uno de los regalos que me hizo mi hermana me emocionó tanto que estuve a punto a llorar. Era simplemente un imán de los que se cuelgan en el frigorífico, tenía dibujado un tejón o un mapache que llevaba un montón de maletas. Y decía: «В любой непонятной ситуации лети в Петербург». «En cualquier situación difícil de manejar vuela a Petersburgo”.

Mi hermana se fue a dormir pronto, y mi madre y yo nos quedamos a ver el concierto donde ella conocía a todos los cantantes porque no pierde ni una sola actuación de los chicos de “Golos”. Nos servimos las tartas, una de chocolate, miel y crema de smietana que se llama “Pancho” y es muy conocida y querida por la gente últimamente, y otra de frutas del bosque. A mí me gustó más la segunda.

En la calle empezaron a oírse las primeras explosiones de petardos que no pararon hasta la madrugada, y como no tenía sueño, me quedé sola en la cocina con el medio vaso del Rioja que quedaba. No quería que terminara aquella noche tan especial, la segunda nochevieja especial en los diez años que no vivo en Píter. La recordaré durante toda mi vida.

Lo típico es pedir algún deseo mientras se dan las campanadas en el reloj del Kremlin. Esta vez no pedí nada. Lo único que quiero es que todo esté igual que ahora, que todos estemos como ahora, nada más.

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